Estaba sentada allí, en el medio de un mundo que no alcanzaba a distinguir. Pensaba en una forma de ser más que niebla para vos, buscaba desesperadamente algo inverosímil en el viento, en los panaderos, en las piedras.
Me detuve un segundo, dejé de lado los gritos de mi cabeza, me concentré en la sombra del árbol que se proyectaba sobre mí. Tenía que encontrar un misterio en aquel juego de luces, realmente necesitaba sentir que había logrado llegar más allá. ¿Más allá de qué? Creo que olvidé preguntarme eso antes de sumergirme. Era un sueño florido, un abanico de cristales que se rompían y me arrastraban hasta un abismo. Las sombras me depositaron, cuidadosamente, en el fondo de la nada, de la fútil nostalgia. Un ruido de hojas arrastradas por el viento me mostró la miseria. Es tan fácil apuntar con el dedo, condenar, amonestar, pero resulta completamente devastador sentir la miseria en tu corazón. Entonces te preguntás si has sido demasiado cruel, demasiado obstinada, demasiado férrea en tus decisiones. Abrís los ojos ante muchas cosas, pero te cagás con otras y a veces no llegás a nada.
Y sí, estaba a punto de darme cuenta de mis errores, de ser una buena ciudadana occidental y cristiana, pero una melodía me devolvió a la realidad (¿O sería eso fantasía?). La melodía no era nada extraño, sólo un tipo que canturreaba alegremente su borrachera de la noche anterior. Abrí los ojos, había estado sumergida en un sueño durante algo más de una hora, pero no estoy segura de qué tipo de sueño era, porque hay sueños que se viven de verdad. Probablemente, en ese lapso de inconsciencia haya llegado más allá. Pero más allá de qué?
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